El viernes 23 de septiembre fue un día clave en la historia del pueblo palestino: el Presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, pidió, formalmente, ingresar a la ONU como estado miembro pleno. Ese pedido incluye el reconocimiento de las fronteras de 1967 sobre los territorios de Gaza y Cisjordania, con Jerusalén Este como capital, y contó con el apoyo de la mayoría de los estados miembros de las Naciones Unidas.
Como era de esperarse, el Estado de Israel se opone, tal como lo viene haciendo históricamente, a todo lo que signifique reconocimiento de derechos para el pueblo palestino: derecho a disponer libremente de su propio territorio, derecho a ser nación soberana, derecho de sus habitantes a vivir, desarrollar su existencia y morir en su patria; ejercicio de todos los derechos inherentes al ser humano, consagrados internacionalmente, derecho a la dignidad.
La Palestina de hoy, balcanizada y cercada por el Muro, alambradas, checks points y barreras; condenada a la humillación de tener que esperar el permiso del invasor para poder transitar; sometida a genocidios, ataques masivos contra la población civil, desplazamientos forzados, despojos y aislamiento; con su economía empobrecida, su infraestructura colapsada y sin agua, no es un mito sino la dramática, desesperante realidad de un pueblo que resiste desde hace 63 años a la depredación del sionismo internacional y sus socios.
Debe entenderse que la lucha de Palestina por lograr su reconocimiento como Estado no es el capricho de un grupo de trasnochados; no es el delirio de un pueblo errante ni es la consecuencia de una endeble construcción mítico-religiosa: los palestinos habitaron esos territorios históricamente, y como muchas naciones de esta tierra fueron víctimas del colonialismo británico y de los negociados espurios de estos colonizadores, en su caso, con el sionismo internacional. Su lucha es, entonces, la de un pueblo colonizado/ ocupado contra su colonizador/ocupante; contra un movimiento político que hizo de la religión una identidad nacional: el sionismo, creado en 1897 con la pretensión de reagrupar a todos los judíos como grupo religioso y de buscar un territorio para crearles un Estado.
La Palestina de hoy tampoco es la consecuencia de luchas ancladas en la intolerancia religiosa: poblada por una gran mayoría de palestinos musulmanes y cristianos, supo ser, por siglos, territorio de convivencia pacífica con la exigua minoría judía. Cualquier intento de presentar su territorio como un campo de batallas entre fundamentalistas religiosos no es más que otra de las tantas estrategias para demonizar al mundo árabe y desviar la atención sobre el eje de todas sus problemáticas: Palestina es un territorio que fue elegido para ser invadido por el sionismo internacional y para construir un Estado sin más argumento que el que puede otorgar un ficcional relato religioso.
Tres preguntas debemos hacernos para poder entender lo que significa este reconocimiento de Palestina como Estado: qué gana Palestina, qué pierde Israel, y qué gana el mundo. La respuesta a la primera pregunta nos dará la dimensión de la importancia que para el pueblo palestino tiene esta decisión; la respuesta al segundo interrogante nos explicará en gran medida la absoluta resistencia del Estado de Israel a que Palestina acceda a ese estatuto jurídico y a los derechos inalienables que conlleva el mismo. En cuanto a la tercera pregunta, la respuesta a la misma explica la trascendencia que la situación de Palestina adquiere en un mundo globalizado.
A partir de ese reconocimiento, Palestina estaría en condiciones de integrar todas las agencias de Naciones Unidas y de ser parte de tratados internacionales, incluido el Tribunal Penal Internacional, la Corte de Roma y otros tribunales internacionales. He aquí una de las mayores preocupaciones del Estado de Israel: Palestina podría iniciar procesos y, así, judicializar la ocupación ilegal de su territorio por parte del Estado de Israel, de modo que este sea sometido a juicio por sus innumerables crímenes de lesa humanidad.
Pero existe otro hecho más grave aún para el Estado de Israel y que pondría en riesgo su endeble equilibrio interno: el reconocimiento de Palestina como nación y de sus fronteras de 1967 implica, per se, un reconocimiento internacional de que el Estado de Israel ha invadido el territorio palestino con el Muro y los más de 200 asentamientos de colonos ilegales israelíes, instalados por medio del uso de la fuerza, desde 1967 a la fecha. La presión internacional destinada a la restitución de esos territorios a sus dueños originarios sería muy difícil de evitar para el Estado de Israel.
Nadie puede reprocharle nada a Palestina: de las únicas dos opciones que le quedan en su dramática situación, iniciar una tercera Intifada, o movilizar al mundo a su favor, ha elegido la segunda, y en este sentido es el mundo entero el que gana, pues resulta ser la más razonable y deseable para la construcción de la paz, incluso a pesar de ser la víctima privilegiada de un Estado de Israel que nunca tuvo miramientos para aniquilar a su pueblo.
Con esta decisión, y tal como afirmara acertadamente la Presidenta Cristina Fernández, en su discurso a la Asamblea Nacional, Palestina ha dejado al Estado de Israel sin la posibilidad de utilizar el trillado argumento de la violencia terrorista y ha puesto en evidencia la necesidad de democratizar la ONU, eliminando el derecho a veto, privilegio de las naciones dominantes, destinado siempre a acrecentar el rédito de estos en los conflictos internacionales.
Pero debe advertirse también que, de no mediar una respuesta positiva a la legítima demanda de la Autoridad Palestina, se abrirá el campo para que se legitime el derecho del pueblo palestino a resistir, con los medios que tenga a su alcance, un despojo que ya lleva 63 años y que no está dispuesto a soportar ni un día más.
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